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parecerá extra o no tener enemigos contra quienes luchar? Toda mi vida he odiado a los xotalancas y
he peleado contra ellos. Si la disputa se acaba, ¿qué nos quedará?
Xatmec se encogió de hombros. Sus pensamientos nunca habían ido más allá de la destrucción de sus
enemigos. No imaginaba otra posibilidad.
De repente ambos soldados se irguieron al escuchar un ruido que venía del otro lado de la puerta.
-¡A la puerta, Xatmec! -murmuró el último que había hablado-. Voy a mirar a través del Ojo...
Xatmec, con la espada en la mano, se apoyó contra la puerta de bronce, procurando escuchar a través
del metal. Su compa ero miró por los espejos y se estremeció profundamente. Había muchos
enemigos congregados al otro lado de la puerta. Pero llevaban las espadas entre los dientes, ¡y se
introducían los dedos índices en las orejas! Uno de ellos, adornado con un tocado de plumas, se llevó
una especie de flautín a los labios y comenzó a tocar.
El grito murió en la garganta del centinela cuando el extra o pitido atravesó la puerta metálica y
penetró en sus oídos. Xatmec permaneció apoyado contra la puerta, como si se hubiera quedado
congelado en aquella posición. Su rostro parecía el de una imagen de madera, y escuchaba
horrorizado. El otro guardia, aunque más alejado de la fuente del sonido, se dio cuenta de la terrible
amenaza que suponía aquel pitido. Sintió como si unos dedos hurgaran en su cerebro, llenándolo de
impulsos demenciales. Mas con un esfuerzo titánico se liberó del hechizo y lanzó un grito de alarma
con una voz que no parecía la suya.
Pero mientras él gritaba, el sonido aumentó de tono. Era como tener un cuchillo en los oídos. El otro,
Xatmec, lanzó un alarido y toda la cordura desapareció de su rostro como una llama barrida por el
viento.
El centinela de la puerta soltó la cadena como un demente, corrió los cerrojos y, después de abrir la
puerta, salió al exterior con la espada levantada, antes de que su compa ero pudiera evitarlo. Una
docena de espadas se abatieron sobre Xatmec, y por encima de su cuerpo ensangrentado irrumpieron
los xotalancas en la sala de guardia, profiriendo gritos aterradores que resonaban por todas partes.
Con la mente aún confusa por la horrorosa hechicería que acababa de presenciar, el otro cen tinela se
enfrentó casi mecánicamente a los enemigos, levantando su lanza. Atravesó a uno de ellos, pero no
supo nada más, pues una espada le golpeó el cráneo. Luego, los guerreros de salvaje mirada se
dispersaron por las habitaciones que había más allá de la sala de guardia.
Conan saltó de su lecho al oír los gritos y el estrépito del acero. Al momento, el cimmerio tuvo la
espada en la mano y abrió la puerta. Techotl corrió hacia él con una expresión de espanto en el rostro.
-¡Los xotalancas! -gritó con voz casi inhumana-. ¡Están dentro de Tecuhltli!
Conan echó a correr por el pasillo en el momento en que Valeria salía de su habitación.
-¿Qué diablos ocurre? -preguntó ella.
-Techotl dice que han entrado los xotalancas -repuso el cimmerio apresuradamente-. Y por el ruido,
parece ser que así es.
Con Techotl siguiéndolos de cerca, entraron en la sala del trono y vieron una escena que superaba la
pesadilla más espantosa.
Veinte personas, entre hombres y mujeres, que lucían blancas calaveras en el pecho, estaban
enzarzadas en una pelea con la gente de Tecuhltli. Las mujeres de ambos bandos luchaban tan
furiosamente como los hombres, y la habitación ya estaba sembrada de cadáveres.
Olmec, vestido tan sólo con un taparrabo, luchaba delante de su trono, y al mismo tiempo que entraban
los dos aventureros apareció Táscela empu ando una espada.
Xatmec y su compa ero habían muerto, por lo cual nadie pudo decirles a los tecuhltli cómo entraron
los enemigos en la ciudadela. Tampoco había nadie que explicara el motivo de aquel loco intento, pues
las pérdidas de los xotalancas eran grandes, y su situación más desesperada que nunca. La
destrucción de su aliado con escamas, la de la Calavera Ardiente y la noticia, susurrada por un
moribundo, de que los tecuhltli tenían como aliados a dos poderosos personajes de piel blanca, había
trastornado por completo a los xotalancas y los había decidido a llevar a cabo aquel plan para morir
matando a sus enemigos.
Los tecuhltli, recuperados de la sorpresa, peleaban con la misma furia desesperada, en tanto que los
centinelas de los pisos inferiores acudían corriendo a intervenir en la refriega. Era una lucha de lobos
rabiosos, ciegos e implacables. Saltaban de un lado a otro, del suelo al estrado, de éste a las mesas de
jade o de mármol. Brillaban las espadas, y las cortinas se te ían de rojo. Era la culminación de un odio
sangriento que perduraba desde hacía medio siglo, y todos los que se encontraban en la sala se daban
cuenta de ello.
Pero la conclusión era inevitable. Los tecuhltli superaban a los invasores en la proporción de dos a uno
y contaban, además, con la poderosa ayuda de sus aliados de piel blanca, que entraron en la lucha con
la fuerza devastadora de un huracán que se abate sobre unos arbolillos. Tres enemigos no bastaban
para contener al cimmerio, que aun con su gran peso se desplazaba con más rapidez que los demás,
sembrando la muerte a su alrededor.
Valeria luchaba a su lado, con una sonrisa en los labios y los ojos centelleantes. Era más fuerte que un
hombre normal de Xuchotl, y bastante más rápida y feroz. La espada parecía cobrar vida en su mano,
por la destreza con que la manejaba. Sus antagonistas estaban llenos de asombro, y en cuanto
levantaban el arma sentían la hoja de la mujer blanca en el cuello antes de lanzar el último suspiro.
Sobresaliendo por encima de los combatientes, Conan asestaba mandobles a diestro y siniestro, en
tanto que Valeria avanzaba como un fantasma, esquivando, atacando y volviendo a atacar.
No había sexo ni condición que fuese respetada por los enloquecidos combatientes. Las cinco mujeres [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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