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 Qué es eso...  articuló Ham, para echarse a reír en seguida . ¡Tu mandrágora!
¡Ahí la tienes!
La planta que ella había dejado en el interior de la nave era una masa corrompida y
putrefacta. El calor que reinaba en el interior de la nave la había descompuesto rápida y
completamente, y no era más que un montón semilíquido sobre la pieza de caucho. Pat la
arrastró fuera y la tiró con caucho y todo.
Penetraron en el interior del cohete, que aún apestaba, y Ham puso en marcha el
ventilador. El aire que entró era frío, desde luego, pero puro, estéril y libre de partículas de
polvo después de recorrer ocho mil kilómetros sobre océanos helados y montañas
gélidas. Cerró la escotilla, conectó la calefacción y se quitó el casco para dirigir una
sonrisa a Pat.
 ¡Vaya con tu bellísimo organismo!  le dijo con sorna Mira lo que ha hecho.
 Era bello, Ham, muy bello. No tiene la culpa de que lo sometiésemos a unas
temperaturas para las que no ha sido creado.  Dejó suspirando la bolsa con las
muestras sobre la mesa . Tendré que preparar estos ejemplares en seguida, o si no se
pasaran.
Ham lanzó un gruñido de satisfacción y se dispuso a preparar la comida, con sus
expertas manos de auténtico hijo de las Regiones Cálidas. Miró de reojo a Pat, inclinada
sobre sus ejemplares mientras les inyectaba una solución de bicloruro.
 ¿Supones que los trioptes son la forma más elevada de vida del lado oscuro?
 Sin duda alguna  replicó Pat . Si existiese alguna forma de vida más elevada,
hubiera exterminado a estos feroces diablos, desde hace mucho tiempo.
Pero la joven se equivocaba de medio a medio.
En el espacio de cuatro días terrestres agotaron las posibilidades que ofrecía la
accidentada llanura que rodeaba al cohete. Pat reunió una variada colección de
especímenes, y Ham realizó una interminable serie de observaciones sobre la
temperatura, las variaciones magnéticas, la dirección y la velocidad del viento helado.
Decidieron entonces trasladar su base de operaciones, y el cohete ascendió rugiendo
para dirigirse hacia el sur, hacia la región donde, al parecer, las vastas y misteriosas
Montañas de la Eternidad se alzaban al otro lado de la barrera de hielo, para extender sus
estribaciones hacia el sombrío mundo del hemisferio nocturno. Volaban lentamente,
ajustando la velocidad de los motores a la de unos modestos ochenta kilómetros por hora,
pues hay que tener en cuenta que volaban en las tinieblas y solamente el faro de proa
podía advertirles la presencia de peligrosas cumbres.
Hicieron alto en dos ocasiones, y en cada una de ellas les bastó un día o dos para
percatarse de que la región explorada era similar a la de la primera base. Hallaron las
mismas plantas bulbosas provistas de venas, el mismo viento glacial, las mismas risas
emitidas por las gargantas sedientas de sangre de los trioptes.
Pero en la tercera ocasión, algo fue diferente. Descendieron para descansar en una
llanura desolada y fragosa que se extendía al pie de las Grandes Eternidades. Muy lejos,
hacia el oeste, la mitad del horizonte aún mostraba el verde resplandor del falso
crepúsculo, pero todo cuanto se extendía al sur de aquella región era negro como la tinta,
y quedaba oculto además a su vista por los enormes contrafuertes de la cordillera, que se
alzaban hasta cuarenta kilómetros sobre sus cabezas hasta perderse en el negro
firmamento. Las montañas eran invisibles, desde luego, en aquella región de noche
eterna, pero los dos tripulantes del cohete sentían la proximidad de aquellas cumbres
colosales.
Además, la poderosa presencia de los Montes de la Eternidad se hacía sentir de otra
manera. Aquella región era cálida... No si se la comparaba con la zona crepuscular, desde
luego, pero mucho más cálida que la llanura inferior. Sus termómetros indicaban
dieciocho grados bajo cero a un lado del cohete y quince bajo cero en el otro. Los
inmensos picachos, que ascendían hasta el nivel donde soplaban los altos vientos
cálidos, hacían descender corrientes de aire caliente que elevaban la temperatura de la
región, contrarrestando los efectos del gélido viento inferior.
Ham contempló ceñudo la parte de la llanura iluminada por sus reflectores.
 No me gusta  gruñó . Nunca me gustaron estas montañas desde el día en que
cometiste la estupidez de querer cruzarlas para regresar a la Región Fría.
 ¡Quién habla de estupidez!  repuso Pat . ¿Quién puso nombre a estas montañas?
¿Quién las cruzó? ¿Quién las descubrió? ¡Mi padre, por si lo habías olvidado!
 Y eso te hace creer que te corresponden en herencia  replicó Ham y que no
tienes que hacer más que silbar para que se tiendan a tus pies como perrito faldero, y
para que el Paso del Loco se convierta en la avenida de un parque público. Con el
resultado de que tú no serías ahora más que un montón de huesos mondos y lirondos en
un barranco, si yo no hubiese estado allí para sacarte de él.
 ¡Tú no eres más que un yanqui pusilánime!  le espetó ella . Voy a salir un
momento para echar un vistazo al exterior.  Se puso el traje de lana cauchutada y se
dirigió a la puerta, donde se detuvo . ¿Y tú... no vienes?  le preguntó con cierta
vacilación.
El sonrió.
 ¡Claro que sí! Sólo esperaba que me lo pidieses.
Se puso su traje y la siguió al exterior.
Una vez allí, notaron algo diferente. En lo externo la meseta sobre la que se hallaban
era una llanura yerma de piedra y hielo idéntica a lo que habían visto en las llanuras
inferiores. Ante ellos se alzaban picachos erosionados por el viento de las formas más
fantásticas, y el tétrico paisaje que brillaba bajo la luz de sus reflectores del casco era
exactamente el mismo que habían visto la primera vez.
Pero no hacía tanto frío allí; resultaba extraño que la altura, en aquel curioso planeta,
significase aumento y no descenso de la temperatura, contrariamente a lo que sucedía en
la Tierra. Ello era debido, según se ha dicho, a que aquella región estaba más próxima a
la zona donde reinaban vientos cálidos, y además el viento helado ejercía un influjo
menos importante en los Montes de la Eternidad, pues las altivas cumbres de éstas
impedían su libre curso, desviándolo en ráfagas y ramalazos sueltos.
Además, la vegetación era menos escasa. Las masas bulbosas de plantas provistas de
venas eran abundantísimas, y Ham tenía mucho cuidado en donde ponía los pies para no
pisar a una de ellas y oír su gemido de dolor. Pat no tenía tales escrúpulos, pues afirmaba
que aquel gemido era un simple reflejo; que los ejemplares que ella arrancaba y disecaba
no sentían más dolor que el que sufre una manzana al comérnosla; y que, de todos
modos, aquello formaba parte del oficio de biólogo.
En un lugar lejano resonó la risa burlona de los trioptes entre los riscos, y entre las
sombras movedizas que bailaban al extremo del haz luminoso de sus lámparas, Ham
creyó ver más de una vez las siluetas de aquellos demonios de las tinieblas. Si eran ellos,
al menos la luz los mantenía a saludable distancia, porque esta vez no les arrojaron
piedras.
Sin embargo, producía una curiosa sensación avanzar siempre en el centro de un
círculo de luz movedizo; Ham se imaginaba continuamente que más allá del límite visible
se agazapaban extrañas y monstruosas criaturas, aunque la razón le decía que, caso de
existir, la presencia de aquellos monstruos no podría haber pasado desapercibida.
Sus reflectores hicieron brillar ante ellos un farallón helado, una pared o acantilado que
se extendía a derecha e izquierda cerrándoles el paso.
Pat le indicó algo con gesto excitado.
 ¡Mira!  exclamó, iluminando un punto determinado con su proyector . Cuevas
abiertas en el hielo... parecen madrigueras. ¿Las ves?
Las vio... pequeñas aberturas negras, no mayores que la boca de un horno. Se
extendían en hilera al pie del farallón de hielo. Algo negro se escabulló riendo hacia lo alto
de la ladera brillante... un triops. ¿Serían aquellas las guaridas de las bestias? Ham
bizqueó los ojos, en un esfuerzo por descubrir algo. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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