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de su sobrino Carlos el Hermoso.
El joven príncipe Eduardo, que continuaba junto a la ventana, inmóvil y silencioso,
observaba a su madre y juzgaba a su padre.
Después de todo, se trataba de su matrimonio, y no podía decir nada. Pero si le hubieran
solicitado que mostrara su preferencia entre su sangre inglesa y francesa, se hubiera inclinado por
ésta.
Los otros tres infantes más jóvenes habían dejado de jugar, y la reina hizo una señal a las
doncellas para que se los llevaran.
Luego, con la mayor calma, clavando los ojos en los del rey, dijo:
-Cuando un esposo odia a su esposa, es natural que la haga responsable de todo.
Eduardo no era hombre capaz de responder directamente.
-¡Toda la guardia de la Torre está emborrachada, el teniente ha huido con ese felón, y mi
condestable está gravemente enfermo a causa de la droga que le han dado! -gritó-. ¡A no ser que el
traidor finja la enfermedad para evitar el castigo que merece! Porque su misión era vigilar que mi
prisionero no se escapara. ¿Lo oís, Winchester?
Hugh Despenser el padre, que era responsable del nombramiento del condestable Seagrave,
se inclinó al paso de la tormenta. Tenía el espinazo estrecho y delgado, con cierto arqueo en parte
natural y en parte adquirido en su larga carrera de cortesano. Sus enemigos lo llamaban «la
comadreja». La codicia, la envidia, la cobardía, el egoísmo, las trapacerías, añadidos a la
delectación que dan estos vicios a quienes son sus víctimas, parecían haberse alojado en las arrugas
de su rostro y bajo sus párpados enrojecidos. Sin embargo, no carecía de valor; pero no tenía
buenos sentimientos mas que para su hijo y algunos escasos amigos, entre los cuales se contaba
precisamente Seagrave.
-My Lord -dijo con voz tranquila-, estoy seguro de que Seagrave no es culpable de nada...
-Es culpable de negligencia y pereza; es culpable de haberse dejado engañar; es culpable de
no haber adivinado el complot que se tramaba en sus narices; tal vez, es culpable de mala suerte...
Yo no perdono la mala suerte. Wínchester, aunque Seagrave sea uno de vuestros protegidos, será
castigado; así no se dirá que no mantengo en equilibrio la balanza y que mis favores solo van a
vuestros amigos. Seagrave reemplazará a Mortimer en la prisión; de este modo sus sucesores
aprenderán a vigilar con mas cuidado. Así es, hijo mío, como se gobierna -agregó el rey
deteniéndose ante el heredero del trono.
El niño levantó la vista hacia él y la bajó en seguida.
El joven Hugh, que sabía como desviar la cólera del rey, inclinó la cabeza hacia atrás y,
mirando las vigas del techo, dijo:
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Librodot Los Reyes Malditos V  La loba de Francia Maurice Druon
-Quien de verdad se burla de vos, cher Sire, es el otro felón, el obispo Orletón, que lo ha
preparado todo y parece temeros tan poco que ni siquiera se ha tomado la molestia de huir o de
esconderse.
Eduardo miró al joven Hugh con reconocimiento y admiración. ¿Como no iba a
emocionarse al ver el perfil, las hermosas actitudes que Hugh adoptaba para hablar, su voz alta y
bien modulada, y luego aquella manera a la vez tierna y respetuosa de decir cher Sire, a la francesa
como hacía en otro tiempo el gentil Gavestón, a quien habían matado los barones y obispos...? Sin
embargo, Eduardo era ahora un hombre maduro, conocedor de la maldad de los hombres, y que
sabía que nada ganaba con transigir. No lo separarían de Hugh, y todos los que se opusieran serían
castigados, uno a uno, sin piedad.
-Os anuncio, mis lores, que el obispo Orletón será llevado ante el Parlamento para que sea
juzgado y condenado.
Eduardo se cruzó de brazos y levantó la cabeza para comprobar el efecto que habían
producido sus palabras. El arcediano-canciller y el obispo-tesorero, aunque eran los peores
enemigos de Orletón, se sobresaltaron por solidaridad de eclesiásticos.
Enrique Cuello-Torcido, hombre prudente y ponderado, que, pensando en el bien del reino,
no podía dejar de llevar al rey al camino de la razón, le hizo observar que un obispo sólo podía ser
llevado ante la jurisdicción eclesiástica constituida por sus iguales.
-Todo es cuestión de empezar, Leicester. Que yo sepa, el santo Evangelio no enseña a
conspirar contra los reyes. Puesto que Orletón olvida lo que hay que dar al César, el César se
acordará por el. Esto es también uno de los favores que debo a vuestra familia, señora -continuó el
rey, dirigiéndose a Isabel-, ya que fue vuestro hermano Felipe V quien, contra mi voluntad, hizo
nombrar por su Papa francés, a Adán Orletón obispo de Hereford. ¡Está bien! Será el primer
prelado condenado por la justicia real y su castigo servirá de ejemplo.
-En otro tiempo Orletón no os fue hostil, primo mío -insistió Cuello-Torcido-, y no hubiera
tenido motivo a no ser por vuestra oposición, o de alguien de vuestro Consejo, a que el Padre Santo
le concediera la mitra. Es hombre de gran saber y fuerte de espíritu. Tal vez ahora podríais, puesto
que es culpable, ganarlo más fácilmente con un acto de clemencia que con una acción justiciera, la
cual, al lado de todas vuestras dificultades, atizará la hostilidad del clero.
-¡Clemencia, misericordia! Siempre que se burlan de mi, cada vez que me provocan, cada
vez que me traicionan, vos no pronunciáis otras palabras, Leicester. Me suplicaron -y cometí una
gran equivocación al escucharlos-, me suplicaron que concediera gracia al barón de Wigmore.
Confesad que si me hubiera comportado con el como lo hice con vuestro hermano, ese rebelde no
estaría ahora recorriendo los caminos. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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