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quienes se hallaban más allá de la décima fila, su voz alternaría entre un rugido ronco y
un débil chillido. En cuanto a su discurso propiamente dicho, helo aquí:
...Destruid la carroña en la cuna y el catafalco. Destruid la carroña en vosotros
mismos. Cielos rojos, infiernos verdes, y Dios un vaho gris que los enlaza.
Tal frase, como toda su actuación, podría haber resultado casi aceptable en farsas
macabras, pero difícilmente en situaciones como ésta.
Hasta las mujeres y los niños mexicanos probablemente, como tales, no
automatizados parecían más desconcertados que divertidos por sus bufonadas.
Entonces el Toro inició su discurso, un poco más a tono, si es que aquello que me
pareció una serie de frases tajantes pero inconexas, entresacadas de los escritos de Marx
y Lenin y bastante mal traducidas al español podía considerarse un discurso. Pero
actuaba demasiado cerca del micro, de modo que una de cada cuatro palabras resultaba
ininteligible. En ese aspecto, ninguno de los oradores tenían la menor idea de cómo
utilizar un micrófono.
Además, el Toro pasó demasiado tiempo flexionando los bíceps, unas veces uno solo
exhibiendo ostentosamente al mismo tiempo su insignificante perfil y otras los dos a
la vez, al tiempo que os tentaba el blanco fulgor de sus dientes. Él podía creer que estaba
simbolizando la fuerza de la clase trabajadora o, mejor dicho, automatizada. Pero creo
que dio la impresión al auditorio de qué pretendía dirigir la revolución sin ayuda, a la
manera del antiguo personaje de historietas, el Superratón, o bien de que estaba
haciendo propaganda de un curso de desarrollo corporal. Me recordó a algunos de
nuestros peores tipos atléticos de Circumluna, que se pasan la vida mostrando
ostentosamente su superflua y antiestética protuberancia de músculo estriado.
Ninguna de las mujeres habló, supongo que de acuerdo con la primitiva costumbre de
los varones latinos de llevar siempre la voz cantante. Estoy seguro de que la Cucaracha
habría hecho un papel mucho más chispeante que cualquiera de ellos, si bien hasta la
recitación por Rachel Vachel de cualquiera de sus poemas revolucionarios habría sido
preferible. Yo estaba seguro de que ella, en sus ratos libres, podría llenar de ellos un
cajón entero de ropa interior, empezando con versos como «Desechad, mexicanos,
vuestros serviles yugos», que podría rimar con el sublime «Y, a golpes, liberaos de
téjanos verdugos».
En aquel mismo momento, oí al Toro decir:
Y ahora, camaradas, tengo el gran privilegio y la enorme satisfacción de presentaros
a uno que, aunque procede de otra esfera...
Me estaba presentando. Y para ello se tomaría media hora, como acostumbran todos
los maestros de ceremonias, tanto si son revolucionarios consumados como reaccionarios
ataviados a la moda siniestra de la banca. Durante esos treinta minutos, diría malamente
todo lo que yo pensaba decir, provocando un sopor general en el público y sin dejarme
nada por hacer salvo aparecer una vez o, probablemente, dos ante el público.
Colmando de aire mis pulmones, me puse en pie y lancé un gruñido destinado a
estremecer y resquebrajar las lápidas del cementerio. Luego, me adelanté, pisoteando
deliberadamente el suelo de aluminio del estrado para la orquesta con mis suelas de
titanio, y éste tintineó como un cacofónico gong y probablemente quedó abollado.
Pegué una patada al micro, me coloqué justamente en el punto de convergencia de los
proyectores, me eché hacia atrás la capucha y la capa y dije con mi voz pastosa a la
moda del Saco, espaciando bastante las palabras, y las frases aún más:
Yo soy la muerte, pero la vida también. ¡Qué vida!
Mi auditorio, que parecía una playa de oscuros guijarros coronados de musgo de mar
más oscuro, se encogieron de terror, jadearon de horror y estallaron en carcajadas No
ofrezco la explicación de cómo pude lograr tal efecto diciendo simplemente «Yo soy la
muerte, pero la vida también. ¡Qué vida!», y terminando con un encogimiento de hombros,
una extensión de manos palmas arriba y un cierto ladeo de la cabeza que 89 daba la
impresión de que había pestañeado cuando en realidad no hice tal cosa. El arte sublime
del actor es un misterio.
Naturalmente, el Toro, que todo lo juzgaba equivocadamente, pensó que la carcajada
demostraba que yo había echado a perder la escena y, naturalmente, trató de evolucionar
ante mí.
Le hice sentar a la fuerza en su silla, no con un empujón que, si resulta eficaz,
únicamente mueve el cuerpo y a menudo tiene cómicas consecuencias imprevistas, tales
como una silla volcada y una caída de nalgas sino con un teatral amago de empujón,
que nunca toca el cuerpo, sino que ofusca la mente y no falla.
Sonriendo ampliamente al auditorio, con una voz que llegaba hasta la última fila tan
claramente como mis dientes resplandecientes, exclamé:
¡Camaradas de la revolución! Como sabéis muy bien, vengo de un país muy lejano,
salvando una barrera electrificada que sólo yo puedo cruzar, una barrera alta como el
cielo y alta como todo misterio. Fue un viaje largo y hambriento. Y los frutos fueron
escasos, como podéis comprobar vosotros mismos.
De un modo bastante sofisticado señalé a mi refulgente esqueleto y al negro resto, no
menos delgado, de mi persona.
Pero ahora, camaradas continué, inclinado hacia delante como un ogro , ahora
que estoy en Texas, pienso alimentarme bien.
Y les ofrecí otro prolongado resplandor de mis dientes, añadiendo bastante de prisa,
porque varios componentes del auditorio parecían dispuestos a salir huyendo:
Todos nosotros nos alimentaremos bien, camaradas. Fingí lanzar al aire un objeto,
que imaginé como una pequeña cabeza humana y, probablemente, mi auditorio también.
Contemplé atentamente su ascenso y su caída, y por fin ladeé mi cráneo e hinqué la
mandíbula en la cabeza imaginaria, con un gruñido canino que hice pareciera también
una mascadura.
Mastiqué con delectación, y luego tragué con un meneo de nuez y una sacudida de
cabeza.
Fray Chaparral Houston Hunt, vicecomandante en jefe de los Guardias Montados de
Texas expliqué . Duro, pero jugoso.
Mi auditorio también comió me refiero a mi pantomima , comió con tanto apetito que
repetí el truco con las cabezas imaginarias del sheriff Chase y el alcalde Burleson.
Entonces, decidí que ya era hora de enunciar mi sencillo programa revolucionario.
Sí, camaradas, vosotros y yo nos alimentaremos muy bien, en cuanto triunfe la
revolución. ¡Banquetes libres para todos! ¡No más trabajo! ¡Vestido gratis, los
guardarropas más bellos! ¡Viajes a todas partes ¡Casas tan lujosas que nadie querrá
marcharse! ¡Dos mujeres por cada hombre y en vista de que algunas mujeres fruncían
el ceño en las primeras filas, añadí : ¡Y un marido absolutamente fiel y siempre atento,
galante como un noble, para cada mujer!
pero hacía falta una distracción para evitar que durase demasiado su desconcierto por
la asombrosa paradoja. De pronto, pues, se oyó aullar a un perro como si pidiera
alimento, o más alimento. Miré en torno, para ver dónde estaba el hambriento animal. Mi
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